Érase una vez que se era una
historia que hablaba que existía en algún país lejano un extraño niño. Contaba
la historia que el niño estaba encerrado en un cuerpo que le quedaba pequeño, y
que raras veces conseguía escapar de su prisión de carne y hueso. En la
historia se dice que solo entonces se veía el verdadero color de sus ojos, de
un extraño color entre el marrón de la tierra y el verde de la esperanza. Solo
en esas ocasiones se le podía ver feliz y se notaba porque correteaba por la
orilla del mar hasta el horizonte y entonces saltaba al cielo y jugaba con las
nubes. Decían los que vivían en su país que al verle surcar el cielo se podía distinguir
claramente la luz que emitía su corazón al latir con fuerza. Contagiaba a todos
los que se cruzaban en su camino con una alegría que inundaba sus almas y los
problemas del mundo parecía que desaparecían por un momento.
Hoy he vuelto a ver a aquel niño,
lo he visto a través de las nubes negras de una tormenta que estaba a punto de
descargar sobre mí, y al verlo, ha sido como ese rayo de sol de atardecer que sale
de entre las nubes y parece que acaricia el verde prado. Lo he visto correr con
los ojos más brillantes que nunca. No me ha dado tiempo de pararle a
preguntarle por qué sonreía de nuevo pero parecía feliz.
Quizás si hubiera corrido tras de
él lo hubiera alcanzado, pero algo dentro de mí sabía que tenía que dejarlo ir,
con esa magia que desprendía y esa luz que emitía su sonrisa. Era como si fuese
frágil, como si al hablarle ese sueño se fuera a romper. Y me he limitado a
verle danzar entre las nubes, y de repente no había tormenta en mi corazón, no
había miedo ni rencor. Solo paz, solo alegría. Y sonreí. Entonces el me miró y
supe que ese niño había vuelto a ser libre de nuevo y que no debía encerrarle
con pensamientos negativos ni con preguntas que pudieran ocultar su luz.
Bajé la mirada del cielo y vi de
nuevo el camino que se extendía ante mí. Sonreí y volví a ponerme en marcha,
queda un largo camino por delante, y no sé cuál será la próxima parada o el
próximo pueblo, pero es seguro que llevaré como amuleto la sonrisa de ese niño
que me recuerde que “nunca aceptaré la derrota” y que pase lo que pase: “soy el
amo de mi destino, soy el capitán de mi alma”.
Sonrío
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